El estómago grita, siente cosquillas. Las uñas… bueno, ya
son restos de un ayer perturbado. Una noche en vela. Reliquias de una aflicción
llevada en soledad.
¡Levanta! Y casi no le quedan fuerzas para poner la otra
mejilla, y ya total que más dará recibir el bofetón en la misma que ayer, si ya
ni siente ni padece.
Pero lo hace. Siente y padece. Quema. Arde colérica. Calla.
Guarda silencio. Escucha.
Más se perdió en Cuba.
Pero Cuba le da igual. Ya no es de nadie. De ningún sitio.
Tan sólo de los parques, de cualquier barra de un bar en una noche esquiva y eremita.
-
¡Tabaco, tabaco! –grita desaforada. Un engaño a
los sentidos, no será el tabaco lo que le
proporcionará sosiego.
Su cuerpo exige, clama, aúlla.
Y en algún momento del día, de un modo imperceptible, sus
manos lo apretarán con aprensión.
-
Por fín…
Susurros al viento, a la brisa que se esfuerzan por sentir
sus mejillas. Al aire que ya, ni percibe fresco y liviano. Sutil. Etéreo.
Vestigios de una vida.
Abandonada en las visiones que le ofrecen las sustancias.
Otros ojos, otros oídos. Otras mejillas…
¡Levanta! Se lo repite como un mantra. No sabe de dónde
viene esa voz, ese ardor guerrero de batalla. Y cae. Y vuelve a caer. Un, dos,
tres…
¡Levanta!