martes, 4 de agosto de 2015

Un golpe de veleta

Agosto. El asfalto quema bajo mis pies, el viento hace días que ni se intuye, y esta manera de bajar corriendo las escaleras no hará que se me pase el calor, lo sé. Si pierdo este tren llegaré tarde.

No me acostumbro a tanta luz, ni a tanto calor, ni a tan poco aire. Todos los veranos es la misma cantinela, todos los veranos fantaseo con la idea de irme lejos, muy lejos, a destinos que no sobrepasen los 23 grados. 

Trece minutos de espera, estupendo. Echo un vistazo a mi alrededor tratando de buscar un hueco cómodo y con poca gente en que pasar este tiempo, avanzo hacia el centro, así estaré más cerca después de la salida. Mi mente da mil vueltas planeando cada minuto que tengo por delante para tratar de hacer del trayecto un camino lo más corto posible y así no llegar tarde al cine. Cuando por fin consigo mi objetivo, vislumbro a unos diez metros de mí a un hombre arrodillándose con los ojos cerrados. Insisto, línea 9 del Metro de Madrid, es agosto, y el andén está abarrotado de personas que acaban de finalizar su jornada laboral. 




Me permito observarle desde donde estoy sin disimulo alguno, a fin de cuentas tiene los ojos cerrados, y juego a adivinar qué pasa por su mente, si está rezando, y si su Dios es el mismo que el mío. Y me conmueve un símbolo tan señalado, tan claro,  y de semejante calado a la vista de todos. 

Las pantallas del metro dan su particular repertorio de noticias, entre ellas, el
inicio de la cuaresma budista. Y, aunque las imágenes me indican todo lo contrario, me pregunto si el gesto de este hombre tendrá algo que ver con eso. Y, si no es así, cuál es la fe que profesa o si estoy tan sólo ante la actuación de un payaso, un actor cómico, una cámara oculta que se desvelará en unos minutos, pero no lo hace. 

Su concentración me conmueve hasta el punto de no poder apartar la vista de él, de intentar adivinar qué y quién pasa por su mente, y me detengo a observar en derredor. ¿Cuántos habrá cómo él? ¿Cuántos habrá como yo? ¿Cuántos sabemos que en nuestras manos lo que hay es más bien poco? No hablo de predestinación, sino de esa absurda obsesión que tenemos a veces de controlar todo y a todos, de nuestro empeño en ser superhombres, de ignorar que todo aquello que tenemos, puede echar a volar con una simple vuelta de veleta. Me pregunto si él es feliz, si esas caras largas que me rodean además de reflejar cansancio sienten felicidad, dicha, llámalo "x". Me pregunto cuándo llegará el día, cuándo dejaremos de perseguirla por los caminos incorrectos, cuándo al no poder alcanzarla de puntillas nos atreveremos a saltar.

El tren acaba de llegar, y en la inmensidad del andén, entre el gentío que empieza a aglomerarse frente a las puertas, hay un hombre arrodillado. Entro distraída en el vagón, hoy tampoco he conseguido asiento. Me sitúo frente a la puerta y me agarro a la palanca cuando noto que el tren comienza la marcha. Aquel hombre se va perdiendo en la velocidad que coge el tren, que coge la vida, la mía, y la de tantos.


No tardo en recibir dos golpecitos en la espalda, y mira que no me gusta. Pero eso tú ya  lo sabes, por eso lo has hecho.


Y sonrío, sonrío porque han pasado meses desde la última vez que nos vimos, sonrío porque sonríes. Sonrío, porque los golpecitos en la espalda me los has dado adrede, para picarme, bien podías haber dicho mi nombre sin más. Sonrío, sencillamente, sonrío. 

No has cambiado nada, aunque tú insistes en que sí. Tal vez hayas adquirido una mayor cultura, hables mejor el inglés y tengas anécdotas apasionantes que quieras contarme. Es cierto que tus inconfundibles gafas han desaparecido, que tienes la tez algo más morena y has ganado unos centímetros de altura. Todo eso es cierto, tan cierto como tu sonrisa, tu alegría inconfundible, tu porte desgarbado, y esa curiosidad imparable por todo aquello que se aleja de lo rutinario. Para mí eres la misma persona de siempre, la que permanece -y esto es lo más importante- cuando la veleta decide girar en el sentido opuesto que esperaba.