jueves, 23 de junio de 2016

Dos instantes

Mírate, paseando nervioso sin reparar en nada, recorriendo con los ojos cada recoveco para huir de un vacío que hoy te inunda. Oídos sordos a mi voz que te llama. Metes las manos en los bolsillos de esos vaqueros largos que siempre me gustaron.  Y, al fin, descansas tus pies en un mismo sitio sin cesar en una búsqueda que desde el primer momento está abocada al fracaso. Hace tiempo que tus ojos se olvidaron de mirar.



Me detengo un instante antes de ir hacia tí, y sé que si dejo pasar dos instantes tomaré las escaleras hacia abajo que es dónde se supone que debía estar hace ya un rato. Y avanzo, sin quitarte la mirada voy perdiéndote en el desnivel sabiendo que tú eres el motivo de que ayer, me faltaran los motivos y me sobraran los "peros".

Llego a la planta baja en lo que parece ser un aterrizaje forzoso, todavía desde aquí puedo verte y percibir tu inquietud, y como te peleas con el móvil a la espera de algo o alguien que no llega. 

Y te vas.

También de pronto mi respiración se desboca, la adrenalina se dispara y me maldigo por haber dejado que dos instantes me separaran de tí. Esos pájaros en la cabeza pronto empiezan a volar, también me ciegan del entorno volviéndome sorda y lenta. Y mi mente contempla una decena de escenarios posibles de haber ido yo a tu encuentro. Y me dejo llevar, volar en un mundo que ni siquiera existe, detener instantes que no he dejado existir por la cobardía de haber puesto entre medias uno de más. 


miércoles, 15 de junio de 2016

Utopía





La RAE recoge dos definiciones para explicar lo que es utopía.

1) Planproyectodoctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización

2) Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano.

Para mí utopía es un libro, es Tomás Moro, y es una película. 



Recuerdo la primera vez que escuché esta palabra, fue en la película "Por siempre jamás" y ahora siempre que la escucho vuelvo a aquel instante, a aquella película que me encantaba cuando era niña. Venía a ser una versión con "personas de verdad" (como a mí me gustaba decir a todo aquello que no fueran dibujos) de la Cenicienta, en que la protagonista tenía especial cariño al libro de Utopía escrito por Tomás Moro y que le leía su madre cuando era pequeña. Era, básicamente, el libro en que Cenicienta (que aquí se llamaba Danielle) apoyaba toda su causa, una lucha incansable contra la injusticia. 

Hace unos días eché tarde y noche con una amiga en un McDonalds de Madrid, y nos dejamos llevar durante horas mientras nos tomábamos nuestro combo de hamburguesa, patatas y refresco, por una conversación que había empezado sobre un tema banal y terminó por ser toda una discusión filosófica sobre la vida, la sociedad actual, lo que vemos a nuestro alrededor, y lo que nos gustaría que fuera. 

Hablamos de política, y de lo poco que nos gusta porque a día de hoy son pocos los políticos que la ejercen por vocación de servicio y más por fama, reconocimiento, o dinero. Hablamos de las próximas elecciones; de los próximos años, de lo que queríamos hacer con nuestra vida y de todo lo que aún no veíamos claro. Hablamos de extremos, y del daño que se hace, del fanatismo que sin mala intención se lleva por delante a sus opuestos. 

Quiero pensar, que sin mala intención. 


Hablamos de nuestras propias convicciones personales, analizando si de alguna manera con cualquiera de nuestros actos pudiéramos haber faltado al respeto a alguna persona, ser intolerante, o herir. A veces hablar de esto está bien, porque no todos somos conscientes de la misma manera, o la sensibilidad de cada uno es diferente para apreciar que una determinada expresión nuestra ha podido faltar al respeto de otro sin tener la intención.

Cada día, aquí y allá, estamos en compañía de alguien. Tenemos que convivir unos con otros, conocidos, desconocidos, amigos, pareja, familia... Ninguno es igual, de hecho quiero reiterar esta afirmación: no hay dos personas iguales. 

Hay semejantes, unos comparten contigo tu carrera, tus estudios, un pasado de campamentos, el gusto por un buen restaurante y la pasión por las convenciones frikis. Otros comparten contigo una meta, un proyecto común, o el objetivo diario de salir a correr por las mañanas y ponerse en forma. Compartimos en mayor o menor profundidad parcelas de nuestra vida. Con algunos la afinidad es mayor, con otros es menor. Las convicciones personales, la misma fe, el mismo modo de entender la propia vida. Algunos comparten doctrina en algún tema jurídico como puede ser la cadena perpetua, otros formarán parte del "otro sector de la doctrina" que siempre existe. Porque siempre habrá dos caras en la moneda. 

Somos diferentes, pensamos diferente, y eso está bien. 


Unos son más amables que otros, más cariñosos, o más divertidos. Otros carecen de empatía, pero están llenos de buenas intenciones aunque nunca logren entender nada. Los hay muy responsables, y otros más temerarios, con más facilidad para ciencias, para letras, para el arte... Somos muy distintos todos, y por eso entre otras cosas tenemos la necesidad de hablar, de expresarnos, de dar a conocer nuestra postura acerca de algo y motivarla. No debemos olvidar nunca que la otra persona, por muy empática que sea, no es adivina. Tú eres tú, pero solamente tú puedes serlo y estar en tu cabeza, la otra persona no.


Algo así vino a ser nuestra conversación. Al terminar le dije que lo suyo sería vivir en una utopía. Algo que según la RAE es de muy difícil realización pero que, de acuerdo con su segunda definición, posee características favorecedoras para el ser humano.


No entiendo muy bien por qué he terminado por escribir esto. Pero hoy, al leer la noticia del asalto a la capilla de la universidad no me invadió la indignación que sentía otras veces cuando veía que esto pasaba en la Complutense. Esta vez tocaba más cerca, esta vez comprendía más. Esta vez, dolía. Y me vino a la mente la palabra "utopía", que tal y como dice la RAE sigue siendo una "representación imaginativa", porque eso es lo que es. 

Y me dio pena, me dio bastante pena pensar que pueda haber gente que sea una distopía, algo que se define como una "sociedad ficticia con características indeseables", definición a la que indudablemente hacen honor. 

Podemos ser diferentes, pensar completamente distinto, afrontar la vida de modos opuestos y rezar a un Dios distinto o a ninguno. Y se puede hacer, sin caer en la distopía. Se puede hacer, porque en la pequeña parcela de mi existencia lo he podido descubrir, y rodearme de gente muy parecida a mí y también muy diferente, y reír, y hablar hasta altas horas de la madrugada, y salir a correr por la mañanas y tomarte una cerveza un jueves por la tarde. 


Se puede hacer cuando te explicas con libertad, cuando la otra persona lo respeta, y cuando tú la respetas. Puedes estar en contra, obviamente, de hecho lo estarás muchas veces, muchísimas, ¿pero es necesario perjudicar al otro para reivindicar una postura?

Siempre he escuchado que mi libertad termina donde empieza la del otro. A los que profanasteis la capilla universitaria, simplemente quería preguntaros cómo podéis reclamar una libertad cuando ni siquiera respetáis la del otro. Y, la vuestra, terminaba en la puerta de esa capilla. 

viernes, 3 de junio de 2016

Etiquetas fallidas

Hacía bastantes semanas que no me perdía por el subterráneo de Madrid. Meses, quizá. No hablo de perderme en el sentido de no encontrar cómo llegar a algún sitio, sino de dejar pasar los minutos ahí  abajo, indiferente al ruido, las conversaciones, el "tenga cuidado de no introducir el pie entre coche y andén", dejándome ir entre las páginas de un libro. Siempre he pensado que uno de los mejores sitios para leer, cuando no te tocan dos cotorras al lado, es el Metro. No entiendo bien porqué, pero sé que no puedo atribuirme este descubrimiento. Se requiere un trayecto medio-largo para crear esa atmósfera en la que uno logra abstraerse de todo y entrar de lleno en la historia que lee y llevarse consigo a todo y a todos los que tiene a su alrededor. 

En el Metro hay mucha gente y muy variopinta, es un vistazo rápido a Madrid, a quién lo habita y cómo viven, cómo vivimos, cómo salimos, comemos, compramos, leemos...

En el Metro se puede aprender mucho, la verdad. Da tiempo de todo, puedes leer, contestar mensajes, reflexionar un poco, y librar batallas internas cada vez que entra un pobre pidiendo dinero en el vagón tratando de descifrar si forma parte o no de una mafia. En el Metro se puede aprender mucho simplemente contemplando ese fragmento de vida que compartimos día tras día entre desconocidos. Hoy, cuando he visto entrar a la séptima persona pidiendo dinero en el vagón, me he dado cuenta de que hacía demasiado tiempo que no venía por aquí "abajo" y que eso no estaba bien, terminas olvidándote de un punto muy clave y muy presente en la sociedad sencillamente porque dejas de verlo.



Hoy, además, entre esas siete personas que han entrado pidiendo ayuda de una manera u otra, has aparecido tú, y has aparecido entre ellas. Probablemente sea la tercera vez que nos veamos, ¿no crees? Al menos es la tercera vez que me fijo en tí. Pueden acusarme (y me acusan) de despistada y de poco observadora, pero aún con todo siempre suelo recordar una cara, no podré decir el color de tus ojos, ni si tu pelo es castaño oscuro o negro, si tienes una nariz de tal o cual manera, los dientes más o menos torcidos y una camiseta blanca. Probablemente no pueda decirlo ni a los dos minutos después de haberte visto porque no me habré fijado, sin embargo, aún con todo, te seguiré reconociendo cada vez que nos crucemos. 

Hoy sí que reparo en cómo vistes, porque de entrada me llama la atención cuando dices unas pocas palabras ante el vagón y te pones a tocar la guitarra. No guardas el aspecto habitual de quien pide ayuda en el Metro. Hoy llevas una camisa azul bien limpia y planchada, unas bermudas marrones y unos zapatos. Tocas la guitarra extraordinariamente bien, elevándola sobre tu pecho más de lo común, con un rasgueo que no cesa, muy rápido y sentido, y al cabo de unos segundos empiezas cantar. No cantas mal, tampoco fenomenal, pero sí que tengo la impresión de que las cinco cuerdas de tu guitarra no conocerán mejor compañero que tu voz, cuentan una historia, y si alguien puede hacerlo sin perder un ápice de autenticidad son tu voz y tu guitarra. Llegamos a Príncipe de Vergara y observo como un hombre con un acordeón decide esperar al próximo tren, pero tú no lo percibes, ajeno a las miradas y a las paradas, fijando la vista tan sólo en los trastes por los que tus dedos se van deslizando. Y mientras, el rasgueo de la otra mano no cesa. 

Vuelvo a mirarte, tú no serás de una mafia, de eso no hay duda. Mi pregunta es si será tú el mafioso pues no pareces necesitar dinero, y sin embargo estás aquí, cuando por tu manera de vestir lo propio sería que estuvieras en un Starbucks con tu Mac. Y otra vez, otra vez lo he vuelto a hacer, he vuelto a etiquetar...

Etiquetamos constantemente, y nos etiquetan también. Por tu simple forma de vestir ya se te cataloga dentro de una determinada tribu urbana, a esa tribu urbana se le asocia un comportamiento y una forma de ser determinada. Si tienes pinta de graciosillo no te tomarán en serio, si tienes pinta de serio la gente se preguntará si puede reírse con tus bromas. Nadie pensará que tras esa rata de biblioteca se esconde una experta en batir récords comiendo perritos, que tras esa camisa de Lacoste lo que hay es un voluntario diario en los comedores sociales, y nadie se te acercará a pedirte una firma por las obras de tal orfanato si en tu brazo tienes más tatuajes que quien conduce una Harley y fulmina con la mirada a quien se acerca. Es así.



Para los demás, somos una etiqueta, y se nos trata de acuerdo con ella. 

Por eso caminamos en arenas movedizas cuando no vemos más allá. Por eso hay aún quien se sorprende que bajo las críticas feroces en Twitter de una cuenta se esconda un pardillo a quien a simple vista no vemos capaz ni de matar una mosca. Y sin embargo, bajo el anonimato, sin su etiqueta, es capaz de echar a los leones sin miramiento alguno a cualquiera. 

Por eso aún nos sorprendemos cuando entre una persona y su Facebook no existe apenas ninguna similitud. Ayer me lo decía una amiga, me estaba hablando de una compañera suya que había conocido, una chica muy simpática, que se había portado fenomenal con ella y "todo fenomenal", pero al agregarla en Facebook y ver sus fotos pensó al instante que esa amistad no pegaba ni con cola. 

- Es una niña pija, pero de las tontas, de las malcriadas. ¿Y de qué va con esas fotos?- me dices. 

Hace dos minutos era una compañera ideal, ahora es una niña pija que por las fotos que decide mostrar al público sobre su vida (o la vida que quiere, esto nunca lo sabremos) va a ser tratada de un modo distinto, al menos al principio. Entra en escena quién es y qué imagen se percibe de ella, qué vida lleva y cuál quiere aparentar llevar, cómo parece tratar las cosas y cómo las trata en realidad. Y esto nos pasa a todos, y más veces de las que quisiéramos reconocer. Nos guiamos por las apariencias, porque las asimilamos a un reflejo de la vida, que entre la etiqueta y la esencia existe una coherencia. Pensamos eso, aun cuando hoy por hoy ya hay más lugar para la excepción que para la regla. Rara vez nos aventuramos a dejar atrás la etiqueta y conocer a la persona. Y es en esas raras ocasiones donde se forjan las relaciones de verdad, las amistades de verdad.

Terminas la última de las tres canciones que has cantado y te dispones a salir del vagón. Sonríes con la mirada cuando la gente te da dinero, y siento como nuestras miradas se cruzan y me reconoces. Sí, soy la chica que estuvo ayer esperando contigo el autobús diez minutos y a la que preguntaste la hora, la chica a la que cediste el último de los asientos y diste sin querer con tu libro cuando en un frenazo no pudiste controlar la trayectoria de tu brazo directa hacia mi codo. Soy la chica a la que pediste perdón, tres veces, y eso que el golpe había sido mínimo. La que se bajó contigo, y que caminó contigo en la misma dirección hasta llegar a su destino. De la que te despediste con la mirada en la esquina. La misma que te había etiquetado, y que nunca habría pensado que tú estarías al día siguiente tocando tu guitarra en el Metro pidiendo dinero. Está claro que no hay etiqueta que valga contigo, que he visto la cara y la cruz de tu historia y seguro que escondes muchas cosas más. Ya no eres un "niño bien" porque te he visto en el Metro. Tampoco eres un "pobre" porque te he visto bien vestido en el autobús leyendo a Pérez Reverte. ¿Quién eres? 



En el Metro se aprenden muchas cosas, y a la vez nada. Vemos la obra pero no lo que sucede entre bastidores, la apariencia y sin reparar en la esencia. Aprendes, entre otras, que todos a la vez somos y no somos el "pobre" de Lacoste que lee a Pérez Reverte.