La lluvia desciende por el cristal. Cada una de las gotas, idénticas entre sí, se unen y confunden a ambos lados del parabrisas formando un hilo traslúcido que marcará el comienzo de su desaparición. Una de ellas resiste en un recodo, impertérrita a la tormenta, el vaivén del coche y los intentos frustrados del limpiador por barrer todo a su paso. Al finalizar el viaje, la recién bautizada como "Resistencia del recodo" sumará la cifra de cinco gotas y, lo cierto es que, aunque similares, compruebo que son perfectamente diferenciables unas de otras.
Me pregunto hasta qué punto esto podría ser una metáfora de lo que ocurre en nuestra sociedad.
A mi derecha, contemplo como centenares de flores blancas y amarillas cercan la autovía poniendo una nota de color en este lluvioso sábado de finales de abril.
El silencio de la luz. (@lu.v.y)
De hecho, son la única constante en este paisaje que corre veloz ante mis ojos y que introduce un recuerdo en mi mente: la imagen de una joven francesa leyendo un grueso libro bajo un árbol en plena ruta hacia Santiago. La fascinación que me causó fue tal que reconocería su rostro en cualquier parte, pese a que nunca llegamos a intercambiar una palabra.
En un mundo donde lo que impera es el ruido y el miedo a los frutos de la soledad, aquella joven era como un pez naranja en un acuario lleno de peces anodinos, "la Resistencia del recodo", la flor amarilla que se yergue entre la maleza, la que desafía el asfalto.
Hacía el camino de Santiago sola, armada con una mochila especialmente grande de la que colgaba un rosario cuyas cuentas pasaron sus dedos más de una vez, vestía un peto cubierto a veces por un chubasquero y lucía siempre una envidiable y serena sonrisa.
La última pendiente me ha dejado fatigada pero alivia el peso de mi mente prendiendo una luz que sé que debo perseguir.
A la izquierda del camino hay un hombre arrodillado frente a una imagen de la Virgen de Fátima (de unos 30 centímetros de altura) que carga consigo durante toda la travesía y que ha apoyado junto a uno de los peñascos que se alzan a un lado y otro del sendero. Al igual que la chica, viaja solo, duerme en una tienda de campaña cada noche y, aunque pienso que no está bien de la cabeza, hoy me parece el más cuerdo de todos nosotros. Me detengo a contemplarle y pido para mí ese fervor, esa confianza, esa audacia para peregrinar sin más seguro de vida que el que me brinda "El de Arriba".
Me adelanta un grupo grande que camina con unos altavoces de los que emerge la voz de Sebastián Yatra.
Son senderistas, no peregrinos —pienso con cierto tono de arrogancia—.
Y yo, ¿Qué soy?
Esta pregunta me asalta en el coche al volver a pasar por el corazón este recuerdo.
Y yo, ¿Qué soy en la vida? ¿Soy peregrina o soy senderista?
Durante el camino (y durante la vida) me adelanta mucha gente, pero no me importa. Aminorar la velocidad de mis pasos y contemplar un horizonte despejado me ayuda a hacer silencio, y es mi único objetivo estos días.
La peregrina francesa ha dejado el rosario a un lado. Lleva un ramillete de flores —suman diez— y cada veinte segundos desliza una de ellas a la otra mano hasta que terminan por reunirse de nuevo. Esta chica porta consigo un manojo de luz.
Tras este pequeño llano en el que he podido recuperar el aire, observo que me aguarda una nueva pendiente. Sonrío. Ya no voy sola. A un lado del camino me aguarda una buena amiga, pese a que le insistí en que el día de hoy necesitaba hacerlo sola. Nunca vas sola— resuena con fuerza en mi cabeza— .
Comenzamos la subida sin mediar palabra, no hace falta. Mi corazón cada vez se aligera más. A cada paso que doy lo siento más liviano, más transparente. Al fin, las nubes se han despejado, y llega la paz.
Y yo, ¿Qué soy?
Responder con sinceridad esta pregunta abre de nuevo un camino. Redirige mis pasos, sobre todo, porque tomo conciencia de mi ubicación actual. Después de todo, es difícil marcar un rumbo si no sabes de dónde partes, si no sabes quién eres. No quien fuiste ayer, no quien querías ser, sino quien eres hoy.