miércoles, 19 de febrero de 2014

Un tallarín o la historia de mi amiga ucraniana.

Foto de "El País" (edición digital)


Desde hace unos días pienso que el mundo se ha vuelto loco. Ucrania, Venezuela… Es una auténtica locura, una herida de la que no cesa de brotar sangre. Un llanto prolongado, rabia, y soledad.

Tal vez me equivoque, pero tengo la sensación de que de aquí a hace unas semanas el mundo no estaba tan mal, y de pronto, ¡zas! 
¿Qué tipo de juego es éste? 
¿Qué tipo de vida? 
¿Qué pasa por sus mentes?

El ser humano no fue creado para esto, no lo creo.

Tal vez estas noticias lleven meses circulando y es ahora cuando empiezo a prestarles atención, tal vez. Y reconozco que es más que probable. No suelo estar al día de las noticias internacionales. Sin embargo, el grave momento que atraviesa Ucrania, de algún modo, me ha tocado. 



Y, cuando leo en los periódicos el número de muertos, me viene a la mente al instante su cara: sonriente, espontánea, libre, llena de juventud... Feliz.

Hace unos años pasé unos días en Moscú haciendo voluntariado. Allí conocí a una chica de Kiev. Nos hicimos rápidamente amigas. Y aún sigo preguntándome de qué modo pudimos serlo si apenas podíamos comunicarnos entre mi escaso “english” de por aquel entonces (hoy por hoy, un poquito mejor…) y su español (extraordinario, teniendo en cuenta que solo llevaba unos meses estudiándolo, aunque algo confuso). 

Pero nos hicimos amigas. Recorrimos las calles grises y nubladas de Moscú entre risas y canciones infantiles provocadas por el pavo propio de la edad.

Recuerdo, que en ese estado de adolescencia efervescente, le enseñé con unas amigas la canción de “un tallarín…” haciéndole creer que era una canción perfectamente normal en Madrid. El éxito de España, vamos. Y en qué momento… el resto de días se empeñaba en que la cantáramos porque le resultó fácil y así mejoraba su español. Y claro, la primera vez, hace gracia. La segunda, un poco menos. La décimo quinta le pedí a ella que me enseñara una canción ucraniana para así al menos cambiar de melodía. 

No sirvió de mucho, aprender el acento ucraniano en cuestión de minutos era más difícil de lo que pensaba, y su paciencia conmigo se agotó. Y así volvimos, volvimos a gritar por cada esquina como si de nuestro himno se tratara… 

“Un tallarín”

¿Que qué hacía una chica de Ucrania en Moscú? Lo cierto es que no lo recuerdo bien, pero la sensación que me dio es que los jóvenes de allí tienen otro sentido de la distancia. Para ella ir de Kiev a Moscú es como lo que me puede suponer a mí ir de Madrid a Sevilla. ¡La gente joven era tan extraordinariamente distinta! En el ámbito intelectual, su facilidad de aprender idiomas es insultante. No es sólo que hablen varios, es que aprenden uno nuevo en dos patadas. Pero claro, con tal cantidad de sonidos, con tal cantidad de vocales, yo entiendo que el español pueda resultar sencillo. Y aún así no dejaba de ser asombroso. 



Pero no fue eso lo que más me llamó la atención. Tenían una riqueza especial. Esa que solo posee quien ha sufrido, quien ha vivido horrores y escuchado historias de dolor, y superación. Son una fuente inagotable de fuerza, de voluntad, de espíritu joven con ganas de forjar algo grande y nuevo. Y una fuente inagotable de perdón. A su lado me sentía pequeña, con los oídos bien prestos a atraparlo todo, sabiendo que no sería fácil volver a encontrarme alguien con esa manera de entender la vida.

Y ahora, unos años después, me ha vuelto la imagen de esa chica que me contaba con ilusión sus planes de futuro, la carrera que estudiaba y que ignoro si terminó, y que se empeñaba en que le corrigiera todos y cada uno de sus fallos en la pronunciación (pocos, repito que estas chicas son MUY listas). Y "el tallarín", de pronto he recordado "el tallarín", y la alegría al cantarlo.

Dedicado a mi primera amiga ucraniana, para que nada le haga perder esa alegría.

PD: Las imágenes que hay en los periódicos son de una realidad brutal, impactante. Pero real.


jueves, 13 de febrero de 2014

Bajo la lluvia

Que no cunda el pánico, no voy a escribir ni sobre San Valentín ni sobre el Sin Valentín. Es 14 de febrero, sí. Y mañana 15, y pasado 16. ¿Qué estupendo no?


En realidad hoy quería aprovechar y contar una historia de autobús, una historia tierna y  llena de lo mejor del ser humano, una historia que "es AMOR" (con mayúsculas, con negrita, y grabada en vuestras pantallas si de mí dependiera). 
Una historia vivida un 7, un 10, o un 14, del mes que fuera, ni lo recuerdo ya.

Mientras la lluvia golpeaba con fuerza el cristal de la ventana. Mientras guardaba distraída el abono en el bolso tratando de no deshacer ese "tetris" con que había conseguido encajar todo para que cerrara la cremallera. Mientras, dentro y al fondo, en plena hora de la siesta, las marujas de turno se encargaban de airear sus intimidades con voz chillona como si aquello fuera un plató de Telecinco.


Mientras Carlota se retocaba disimuladamente la sombra de los ojos, Jorge trataba de despeinarse más el pelo, y Cecilia de terminar de leer la última línea del quinto capítulo cuya lectura se había visto interrumpida con el cotorreo de detrás.

Mientras, Nacho trataba de no perder la paciencia con el atasco de Castellana. “¡Caen dos gotas y se colapsa Madrid!”. Y subía un poco más alto la radio. Imagine Dragons de fondo, el atasco no sería tan malo a fin de cuentas...


Mientras recordaba que tenía que sacar una cosa del bolso, que “inteligentemente” había puesto al fondo. Mientras intentaba encogerme lo más posible en el asiento para no molestar a Felipe, un hipster con cara de pocos amigos que tenía al lado y que parecía tener las mismas ganas que yo en descomponer todo ese barullo desordenado de cosas a fin de encontrar lo que en ese momento encontraba tan necesario.

Mientras, Julio contaba con cierta ceremonia las monedas que le quedaban en la mano.

Mientras.

Mientras, Cecilia pasaba al capítulo sexto para seguir con las peripecias del doctor Sloper y Tía Lavinia, y Carlota comenzaba el momento “máscara de pestañas” con una intensa concentración.

Mientras recapacité en mi empeño por encontrar algo en ese espacio y ese bolso y me recolocaba para entretenerme mirando por la ventana.

Mientras pasaban todas esas cosas que de tan ordinarias a menudo ni las pensamos, como el respirar, fijé mi objetivo en la ventana. Un reflejo del interior del autobús: gente mustia por la lluvia, apretujada junto a los semáforos y dispuesta a echar a correr en cuanto cambiara de color, una carrera de fondo, un día más de otros tantos lluviosos.

O eso parecía.

Entre toda esa rutina, se escondía una colegiala de uniforme.


Ella debía tener unos 10 años, falda gris, y una mochila a punto de estallar. El inmenso abrigo le hacía parecer aún más menuda de lo que era, y llevaba con gracia un paraguas rojo, dándole vueltas como si se tratara de Debbie Reynolds en “Cantando bajo la lluvia”. 

Se detuvo en el semáforo, sin dejar de dar vueltas y vueltas a ese paraguas rojo, un punto de color en esa tarde teñida de gris. 


A su lado se detuvo una señora mayor, llevaba con elegancia y sencillez un abrigo tres cuartos, que tristemente se estaba empapando. Cubría su pelo con un pañuelo, pero era evidente que el pelo estaba tan mojado como el suelo que pisaba. 

Ella, fiel retrato del "espíritu Mary Poppins", la miró y dejó de girar su paraguas. 

Volvió la vista al frente, miró al cielo, y empezó a girarlo en la otra dirección. El semáforo se puso en verde, los peatones se abalanzaron sobre el asfalto rápidamente para tratar de pasar el menor tiempo posible bajo la intensa lluvia. 

Y mientras ella contemplaba como era adelantada por la señora mayor. 

Ajena por completo a que una intrusa como yo estaba presenciando el momento, corrió hasta alcanzarla.

-          Perdone, tome mi paraguas, ¿quiere?
-          Ay, no te preocupes, bonita
-          No me importa, de verdad.
-          Que no, que no.

Por supuesto, yo no oí nada, pero no era difícil de imaginar. Ella, cabezota como ella sola, puso su paraguas rojo en sus manos, y continuó su camino. Girando, girando sus talones con las botas de agua, chapoteando, bailando.


¿Es o no es amor una cosa así?