domingo, 26 de febrero de 2017

Carta a la chica del metro

Querida tú,

perdona que haya tardado tanto en terminar esta carta que comencé la noche que te encontré en el metro. Qué difícil te debe resultar quererte.


Tú estabas ahí, sentada con tus otros tres ¿amigos? Disculpa los interrogantes, pero no puedo sino preguntártelo después de escuchar como te hablaban. Vestías una camiseta blanca de tirantes, vaqueros rotos, y unos botines (chulísimos, por cierto). Te habías pasado un poquito con el eyeliner, nivel principiante de quien quiere ser mayor, labios rojos, unos pendientes de aro grandes en las orejas, y mirada vulnerable. Tus -llamémosle amigos para simplificar- llevaban el peso de la conversación, hablaban especialmente fuerte como si de verdad pensaran que al resto del vagón nos importaba su vida, con esa innecesaria y penosa necesidad de aparentar ser guays, ser mayores, ser, en definitiva, superiores. Intercambié varias miradas con el resto de pasajeros, debatiéndome entre si cambiarme de vagón o decir algo a los bocazas de tus amigos.

Qué difícil te deben de estar poniendo quererte.

Justo en los asientos de enfrente estaba una niña de unos 7 años que asistía aturdida a la conversación más cruel y denigrante que espero que escuchen sus oídos. Las ganas de acercarme a taparle los oídos y decirle que no hiciera caso eran demasiado grandes, el ansia de tener una varita mágica y borrar todas esas palabras que escupían tus amigos de su mente atestada de sueños. Se bajó con su madre en la siguiente parada y cambiaron de vagón.



El tema de la conversación no era el más apropiado, pero el verdadero problema estaba en cómo hablaban de ello. Las fotos de tus amigas que guardabas en el móvil pasaron de unas manos a otras. Hablasteis de "la tía más fea del universo", y de la que según otros "no era la más fea del universo". Hablasteis de ésa que lo único aprovechable que tenía era cómo se lo hacía con otros. Analizasteis con lupa cada parte del cuerpo de unos y otros, para que terminaran por decirte todo aquello que debías operarte. 

Me disteis bastante pena, no te miento. No teníais ilusión por nada, aspiraciones, un -aunque fuera- vago interés por los demás, por algo que no fuera miraros al ombligo, que no fuera puramente físico o material. 

Pasaron muchas cosas por mi mente, muchas preguntas... 



Qué difícil te deben de estar poniendo quererte.



Quería saber si eras feliz. Quería preguntarte qué cosas te hacían feliz. Quería saber cuál era la cosa más loca que nunca te habrías atrevido a soñar. Quería saber si te sentías querida, si tú te querías. Si sabías lo que era sentirse acompañada cuando estás sola, en lugar de sola cuando estás rodeada de gente. 


Tenía curiosidad por saber si estabas leyendo algún libro y cuál, o si alguna vez habías leído algún libro. Si tenías un autor favorito, un cantante, un guitarrista, un pintor, qué se yo, alguien a quien admiraras y a quien te quisieras parecer. Quería saber qué querías ser de mayor. Si ya andabas preocupada por eso de que las empresas piden un C1 de inglés tan sólo para hacer fotocopias o si tenías pensado ser youtuber. Y, si ésta era tu opción, quería saber si sabías qué número de canales existen abiertos en Youtube y qué pocas personas viven de ello. Para todo, hay que valer.

Me habría gustado decirte que eras muy guapa, y que no tenías que operarte nada sólo porque tres niñatos te lo hubieran dicho, que esa tenía que ser una decisión exclusivamente tuya. Me habría gustado explicarte un poco la riqueza de ser mujer, que va más allá de lo que te habrán enseñado en el instituto. Me gustaría haberte preguntado si sabías que tus amigas eran personas, no objetos, y que como tales no son de usar y tirar. Me habría gustado decirte que tú no eres de usar y tirar. 


Me habría gustado decirte que puedes hacer todo lo que te propongas, que la vida te está esperando y en ella hay mucho más de lo que ves desde tu burbuja. Que los 15 años molan muchísimo, de verdad, y a los 17 te alegras de no haber quemado etapas antes de tiempo. Me gustaría decirte que tu madre te quiere con locura, y que no tienes ni idea de lo que ha hecho, hace, y estaría dispuesta a hacer por tí; que no encontrarás amor más puro, y que con ella podrás ir al fin del mundo si quieres, pero sin ella te costará más.

Quería decirte que no me tienes que hacer ni caso, que no soy nadie, tan sólo otro par de todos los ojos que os miraban entre pena y estupefacción. Pero que la vida es más, y hay cosas bonitas, y cosas menos bonitas, y el truco para disfrutar de lo bueno y de lo malo es rodearte de personas auténticas que te quieran bien.


Quería decirte que no hacía falta que te pusieras caretas, jugar distintos personajes, que así, como tú eras, eras única, y eso estaba bien.

jueves, 2 de febrero de 2017

Piano, piano

Confieso que no pude evitar sonreír con cierto aire de nostalgia cuando las últimas palabras en italiano que escuché fueron precisamente aquéllas que me recibieron. Recuerdo los primeros días, ese choque entre cordura y locura, la irremediable necesidad de tenerlo todo bajo control y al mismo tiempo la ligereza que te da el fluir, el perderte y encontrarte, el conocer gente nueva y distinta, probar sabores nuevos, disfrutar de vistas que desconocías y que te dejan sin aliento, esa sensación de levantarte cada mañana sin más plan que a dónde tus pies y tu ilusión decidan llevarte. 



Al día siguiente de aterrizar, después de haber hecho papeleos varios, recuerdo haber conocido a un italiano-español en la cola de nosequé cosa, tal vez en la oficina de transporte, de turismo, o del supermercado, esos días lo tengo todo borroso. Gastaba un aire hippie de quien camina por la vida sin nada y recibe todo cuanto necesita de ella, una seguridad pasmosa, una mirada vivaz e interesante, las manos casi siempre en los bolsillos, silbaba muchísimo, y recuerdo que su cara y cuello estaban intensamente enrojecidos por el sol. 

- Piano, piano.- me dijo.

- ¿Qué?

- Que vayas despacio, que las cosas necesitan su tiempo, acabas de llegar y ya quieres hablar y entender italiano sin que nadie te haya enseñado nada. Quieres dejar de coger el autobús y bajarte en la parada equivocada; y manejarte a la perfección por una ciudad en la que no llevas ni 24 horas. Tranquila, ten paciencia, todo llega ya verás. Piano, piano.

Comimos en uno de los numerosos pizza-kebab que se alinean en una y otra calle con sus maravillosas ofertas y esa extraña sensación de estar comiendo pizza en Italia cocinada por un turco, ¡¿qué puede haber más auténtico para un turista?! Ya llegarían después los días del purismo italiano, ya llegarían...

Piano piano, me repitió al despedirse. Él no lo sabe, pero de aquéllas palabras yo hice mi lema los primeros días, decidí no sólo perderme, sino perderme más, no tener miedo a meter la pata con el idioma, coger autobuses con la incertidumbre de donde me dejarían, hablar con la persona menos pensada, tener paciencia y esperar.


Y lo cierto es que no lo recuerdo, no sé el momento exacto en que todo hizo click, pero de pronto un día descubrí que estaba hablando con un grupo de italianos en clase y seguía al 100% la conversación y participaba sin pensar si tal o cual verbo estaría bien conjugado. De pronto conocía todos los atajos, los caminos más bonitos, los que tenían tiendas más chulas, los que pasaban por más plazas, los que abrigaban mercadillos en determinados días... Los que tenían luces de Navidad más bonitas, los que tenían el pavimento mejor cuidado, los que te conducían al río, los que... 

Recuerdo un día, en Milán, que olvidé el gorro en el asiento del tren y vino detrás de mí un chico corriendo a devolvérmelo. En ese momento me pilló con una amiga rebuscando en el mapa cómo llegar al tan famoso Duomo, cuando después de dármelo me preguntó si era nueva en Milán, le respondí que sí. 

- Entonces, ¿eres de Turín, no?- me preguntó sonriente.
- Sí, sí, soy turinesa.- le dije sin pensar.

Y todo, piano piano, había encajado sin que me diera cuenta, y en el momento menos pensado había hecho de aquélla mi ciudad.

Hoy me doy cuenta de como aquéllas calles ya me empiezan a faltar, sus plazas siempre llenas de gente, las vistas que día y noche regalan las orillas del Po, los jardines más bonitos en los que he podido ver el otoño, los modos y la exquisita educación con que me he sentido tratada, el caos del tráfico, de la administración pública, y de todo. El café, y ese micro-vaso de agua con gas que te ponen siempre junto al café lo pidas o no. ¿Por qué? Porque hay que preparar el paladar antes de saborear el cielo (y en Italia, el café sin duda es un instante en el Paraíso).

Porque las cosas buenas, las que valen la pena -y el café la vale- se merecen una delicada preparación. Podemos tomar las cosas a destiempo, con las manos sucias, el paladar gastado, el alma encogida, la prisa que todo lo inunda, el instinto que tanto domina. Podremos hacerlo, podremos darnos dos palmaditas en la espalda y decirnos que lo hicimos. Bravo, enhorabuena. Has rebajado a algo banal lo que se suponía que debía ser extraordinario.

Y así lo aprendí, piano piano. En mi búsqueda por la normalidad, la sencillez, aspirando a la imperfección que me recordara que no soy el superhombre de Nietschze y no todo me pertenece ni todo lo controlo. Esa extraordinaria normalidad que no es una contradicción, hoy parece que lo verdaderamente extra-ordinario sea ser, sencillamente ser, querer ser, luchar por ser.


Todos estos recuerdos vinieron a alborotar mi mente cuando al bajar del coche el taxista me dio mis pesadas maletas con cuidado y me dijo sonriente:

- Tranquilla, piano piano.

Y es que, chi va piano, va lontano.