jueves, 24 de abril de 2014

Juan Pablo II. Sencillamente, Juan Pablo II.


No es un post fácil. Y, sin embargo, creo que se lo debo. Es fascinante como una persona puede marcar de este modo a tantas generaciones distintas. Es fascinante que, 11 años después, uno de nuestros santos de cabecera (esos a los que pedimos y (re)pedimos por todo aquello que nos preocupa) sea una persona que conocimos siendo apenas unos niños (hablo exclusivamente de mi generación) y que seguimos queriendo y sintiendo como una parte importante de nuestra vida. No fue una etapa del pasado, y eso es lo que lo hace tan especial. De una manera o de otra, el recuerdo de Juan Pablo II pervive. Vive en nuestros actos, en nuestra forma de rezar y de vivir, de intentar ser coherentes con aquello en que creemos. Vive en aquellos lugares en que marcó un antes y un después. Porque, aunque no tuviéramos edad para estar en Cuatro Vientos aquel 2003, siempre recordaremos su sonrisa de joven de 80 años.


- Juan Pablo II -

Se podrían llenar páginas y páginas sobre él, y no diríamos nada. Porque, ¿qué palabras son las que alcanzan a hablar de alguien como él?

No somos de la generación JPII. Somos de la generación  BXVI, y eso es algo de lo que me siento muy orgullosa. Y, sin embargo, sentimos que Juan Pablo II fue una parte importante de nuestras vidas.

Escribiendo esto me doy cuenta de que escribo en plural. Pero me resisto a corregirme, porque sé que este sentimiento no es individual, es algo que sentimos muchos.

Juan Pablo II fue el primer Papa por el que empezamos a rezar, al que escribimos una carta y el primero al que vimos en las televisiones presidiendo sus incontables viajes, encuentros con jóvenes y familias, y esas Misas (larguísimas) de Navidad que cada 24 de diciembre sin que supiera muy bien por qué estaban puestas en el televisor aunque nadie hiciera mucho caso.  


Juan Pablo II tenía algo, algo demasiado grande como para siquiera lograr explicarlo.

Juan Pablo II fue ese Papa por el que esperamos horas sobre un puente de Madrid, ese mes de mayo de 2003, para verle pasar con su papa-móvil en apenas 6 o 7 segundos. 


Y bastaron, bastaron para hechizarme. Tal vez fuera por la cercanía que sentí al ver su saludo. Al verlo en vivo y en directo, y no tras una pantalla de televisión. Pero no lo creo, fue algo más. Fue una sensación que recuerdo siempre porque no la volví a sentir parecida mas que el año pasado, al tener aún más cerca al Papa Francisco. Fue esa sonrisa que salía del alma, y esa mirada llena de ternura.

Cuando lo pienso me viene a la mente una jaculatoria que me enseñaron de pequeña “Madre mía, que quien me mire, te vea.” Y siempre he pensado que ese “algo” tan grande que todos sentíamos no era sino Dios a través de sus ojos. Una paz que venía del Jefe, de allí arriba, de algo demasiado grande y demasiado puro como para ser terrenal.

Recuerdo que mi primera exposición en público en el colegio, en ese 6º de Primaria en que nos creíamos súper-mayores por hacer una redacción y exponerla después frente a toda la clase, fue precisamente sobre Juan Pablo II. Para escribirla leí un libro (100% recomendable) que se llama “El joven que llegó a Papa”. Días después falleció.


Aquí los recuerdos se me nublan. Tengo amigos que recuerdan a la perfección ese día, lo que hacían, dónde lo vieron, qué comieron... Es algo sorprendente, hay fechas que se nos graban a fuego, como el 11-S. Y, precisamente, como con el caso del 11-S, mi memoria decidió hacer borrón y cuenta nueva. 

Recuerdo más bien poco de ese día. Era de noche y volvía de un cumpleaños. Una de mis hermanas (ni recuerdo cuál…) me había recogido y volvíamos en autobús, ella me iba poniendo al corriente de todo y contagiándome de ese sentimiento que, como chica de la generación de JPII, tenía a flor de piel. Recuerdo ese nudo en la garganta, entrar en casa, y toda la familia frente al televisor. Esperando. Simplemente, esperando. Y la espera, la espera es terrible, es la peor parte.


Pero como mejor se sobrellevaba era precisamente alejados de ese televisor. Y, tal vez por eso, accedí a irme con algunos de mis hermanos a rezar a la iglesia del al lado. Recuerdo que estaba a rebosar, y esa sensación de “familia” al saber que todos rezábamos por lo mismo, por nuestro querido Juan Pablo II.

Lo que siguió es algo que todos sabemos, y que se me ha borrado por completo. No recuerdo nada, no sé cómo me enteré, si alguien me lo dijo o lo supe por la televisión o el periódico. No recuerdo si fue de noche o de día. No recuerdo nada. Sólo que lloré, y que escribí en un papel las últimas palabras que pronunció Juan Pablo II desde su ventana para no olvidarlas jamás. Y no las olvidé.

“Os he buscado, habéis venido, y por eso, os doy las gracias.”


Ahora, a apenas 3 días de su canonización, no puedo sino dar gracias. Siempre gracias. Porque no sé si fue el mejor Papa de todos los tiempos, ni creo que haya unos mejores o peores que otros. Son personas, y como tales, son distintas entre sí, distintas en su grandeza. Porque si de algo no cabe duda es que yo, sobre ese puente hace 11 años, ví pasar a Juan Pablo II, el Magno. 

viernes, 4 de abril de 2014

Hoy, no era el día.

Hoy llovía. Llovía a cántaros y estabas parado en un semáforo, impaciente. Iracundo, probablemente por la lluvia.

Recuerdo como te molestaba la lluvia.


Me dieron ganas de llamarte, darte un golpecito en la espalda, abrazarte. Después de todo, había pasado tanto tiempo… Pero mis pies dudaban.

Un paso hacia adelante.

Un paso hacia detrás.


Pero hoy no era el día.

Y si hoy no es el día, ¿cuándo lo sería?

¿Y si no hay más oportunidades?

No digas tonterías, me digo a mí misma. Y trato de convencerme de que si hoy te he visto, mañana probablemente te vuelva a ver. Y mañana será un día mejor, porque el sol brillará, la brisa será agradable, y yo habré descansado lo bastante como para perder las ojeras que hace días se han asentado en mis párpados.


Hoy llovía. Nunca un semáforo en rojo duró tanto tiempo. Nunca los segundos bailaron tan despacio ni la lluvia cayó con tanto estrépito sobre mi paraguas. 
Escondida tras una pareja de ancianos, rogaba por dentro que no me vieras, volverme invisible, fundirme en la acera. En definitiva, que no reconocieras ese paraguas que un día me regalaste con cierta diversión para “protegerme” de tu mal humor.

Pero no fue suficiente. Nunca lo es. Truenos, relámpagos, viento. Huracán, tornado, diluvio...
Nosotros tuvimos de todo, y el paraguas de poco sirvió.

Vértigo. Sentí las piernas temblar cada vez que te agitabas nervioso y mirabas de un lado a otro de la carretera. 
Esperando, lo sé, a que algún coche dejara de pasar y cruzar temerariamente. No eras consciente ni tan siquiera del repaso que te estaba dando la chica que tenías a tu lado. 

Mis piernas temblaban aún más. Aguda agonía que pensaba olvidada. Hoy, definitivamente, no era el día. 

Ella no era tu tipo, me autoconvencí. 


Se mimetizaba con el resto. Vestía el mismo abrigo que parecemos tener hecho a medida toda veinteañera urbanita. Y era guapa, descaradamente guapa. Pero al mirarla solo podía pensar en eso que tú decías siempre y que yo no entendía “guapa pero no mona” .  ERA, pretérito imperfecto de ser. Porque tal vez ahora lo fuera. Tal vez esa chica ES hoy tu chica. Tal vez hubieras olvidado tu teoría.

-          De chicas guapas está lleno el mundo. Chicas monas las hay menos. Guapas y monas son especie en extinción.

Recuerdo, que yo era de esa especie en extinción. Tu edición limitada, decías.

Y te divertía adivinar las cirugías de cada una. Y manifestabas tu enfado por esas ganas de quitar y poner, de querer tener “esa” nariz, o “esas” orejas, “esos” dientes o "ese" pecho. Decías que eso era lo que impedía a las chicas guapas ser “monas”, habían perdido su autenticidad, su pureza e ingenuidad. Habían perdido parte de su identidad y su carácter. 

-         Para ser feliz, no hace falta la perfección.- qué fácil era decir eso para tí, que no habría cambiado un sólo pelo de tu cabeza...

Y recuerdo tu manera ardiente de defender esa hipótesis, y como yo trataba de llevarte la contraria sin mucho éxito. 


-          Pero fíjate bien. Si parece un Michael Jackson en mujer.

Siempre exagerabas. Para ti no cabían los términos medios. “Son aburridos”, decías. O todo, o nada. Al final fue nada. O tal vez todo. Un todo con fecha de caducidad.


Y no me importaba perder. En el fondo, discutir contigo era la sal de aquellos días.

Hoy, no era el día. Y sin embargo pude ver que esa parte pretérita de mi vida no era sino presente. Un recuerdo de como eras, de como fuimos, de como somos. Reparaste en la chica y la miraste con detenimiento. Sonreí  por dentro. La chica no te había impresionado. Al menos en eso aún te conocía. Al menos no habías cambiado tanto. Y la lluvia te seguía molestando tanto o más que antes. Y sonreí. No sé por qué.

La lluvia se deslizaba escurridiza por el paraguas de la señorita Nicole-Kidman-dos. Y cada gota que caía en tu jersey me hacía reír. 
Faltaba tiempo. Sabía que faltaba tiempo para que dijeras algo. Era tan divertido ver como la lluvia sacaba lo peor de ti...

Entonces, ocurrió. Te ví girar y sonreíste. 

Sonreí.



Sonreí al ver que nuestras miradas se cruzaban. Tú sonreíste también. Mis orejas se pusieron rojas, pude sentirlo. Y mis piernas dejaron de temblar. Ya sólo quería reír. Loca imaginación...  ¿Cómo pude pensar que tú eras él?

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"La imaginación es la loca de la casa." (Santa Teresa de Jesús)