viernes, 4 de abril de 2014

Hoy, no era el día.

Hoy llovía. Llovía a cántaros y estabas parado en un semáforo, impaciente. Iracundo, probablemente por la lluvia.

Recuerdo como te molestaba la lluvia.


Me dieron ganas de llamarte, darte un golpecito en la espalda, abrazarte. Después de todo, había pasado tanto tiempo… Pero mis pies dudaban.

Un paso hacia adelante.

Un paso hacia detrás.


Pero hoy no era el día.

Y si hoy no es el día, ¿cuándo lo sería?

¿Y si no hay más oportunidades?

No digas tonterías, me digo a mí misma. Y trato de convencerme de que si hoy te he visto, mañana probablemente te vuelva a ver. Y mañana será un día mejor, porque el sol brillará, la brisa será agradable, y yo habré descansado lo bastante como para perder las ojeras que hace días se han asentado en mis párpados.


Hoy llovía. Nunca un semáforo en rojo duró tanto tiempo. Nunca los segundos bailaron tan despacio ni la lluvia cayó con tanto estrépito sobre mi paraguas. 
Escondida tras una pareja de ancianos, rogaba por dentro que no me vieras, volverme invisible, fundirme en la acera. En definitiva, que no reconocieras ese paraguas que un día me regalaste con cierta diversión para “protegerme” de tu mal humor.

Pero no fue suficiente. Nunca lo es. Truenos, relámpagos, viento. Huracán, tornado, diluvio...
Nosotros tuvimos de todo, y el paraguas de poco sirvió.

Vértigo. Sentí las piernas temblar cada vez que te agitabas nervioso y mirabas de un lado a otro de la carretera. 
Esperando, lo sé, a que algún coche dejara de pasar y cruzar temerariamente. No eras consciente ni tan siquiera del repaso que te estaba dando la chica que tenías a tu lado. 

Mis piernas temblaban aún más. Aguda agonía que pensaba olvidada. Hoy, definitivamente, no era el día. 

Ella no era tu tipo, me autoconvencí. 


Se mimetizaba con el resto. Vestía el mismo abrigo que parecemos tener hecho a medida toda veinteañera urbanita. Y era guapa, descaradamente guapa. Pero al mirarla solo podía pensar en eso que tú decías siempre y que yo no entendía “guapa pero no mona” .  ERA, pretérito imperfecto de ser. Porque tal vez ahora lo fuera. Tal vez esa chica ES hoy tu chica. Tal vez hubieras olvidado tu teoría.

-          De chicas guapas está lleno el mundo. Chicas monas las hay menos. Guapas y monas son especie en extinción.

Recuerdo, que yo era de esa especie en extinción. Tu edición limitada, decías.

Y te divertía adivinar las cirugías de cada una. Y manifestabas tu enfado por esas ganas de quitar y poner, de querer tener “esa” nariz, o “esas” orejas, “esos” dientes o "ese" pecho. Decías que eso era lo que impedía a las chicas guapas ser “monas”, habían perdido su autenticidad, su pureza e ingenuidad. Habían perdido parte de su identidad y su carácter. 

-         Para ser feliz, no hace falta la perfección.- qué fácil era decir eso para tí, que no habría cambiado un sólo pelo de tu cabeza...

Y recuerdo tu manera ardiente de defender esa hipótesis, y como yo trataba de llevarte la contraria sin mucho éxito. 


-          Pero fíjate bien. Si parece un Michael Jackson en mujer.

Siempre exagerabas. Para ti no cabían los términos medios. “Son aburridos”, decías. O todo, o nada. Al final fue nada. O tal vez todo. Un todo con fecha de caducidad.


Y no me importaba perder. En el fondo, discutir contigo era la sal de aquellos días.

Hoy, no era el día. Y sin embargo pude ver que esa parte pretérita de mi vida no era sino presente. Un recuerdo de como eras, de como fuimos, de como somos. Reparaste en la chica y la miraste con detenimiento. Sonreí  por dentro. La chica no te había impresionado. Al menos en eso aún te conocía. Al menos no habías cambiado tanto. Y la lluvia te seguía molestando tanto o más que antes. Y sonreí. No sé por qué.

La lluvia se deslizaba escurridiza por el paraguas de la señorita Nicole-Kidman-dos. Y cada gota que caía en tu jersey me hacía reír. 
Faltaba tiempo. Sabía que faltaba tiempo para que dijeras algo. Era tan divertido ver como la lluvia sacaba lo peor de ti...

Entonces, ocurrió. Te ví girar y sonreíste. 

Sonreí.



Sonreí al ver que nuestras miradas se cruzaban. Tú sonreíste también. Mis orejas se pusieron rojas, pude sentirlo. Y mis piernas dejaron de temblar. Ya sólo quería reír. Loca imaginación...  ¿Cómo pude pensar que tú eras él?

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"La imaginación es la loca de la casa." (Santa Teresa de Jesús)