jueves, 23 de agosto de 2018

Cómplice del sol

Hay personas que necesitan llover, y ellas lo saben, pero no pueden. ¿Se nace ya formado en el arte de llover o se aprende? Es algo que siempre me he preguntado porque, si a llover se aprende, querría aprender...

Hay personas que necesitan llover, con sus rayos, truenos y relámpagos; otras lo que necesitan es un intenso aguacero de esos que no paran de repicar en el cristal de la ventana, constante e impertérrito ante cualquier circunstancia. Un aguacero que lo limpie todo, que cree riadas de agua por las que los niños imaginen que surcarán sus barcos de papel, un escenario bajo el que sentir bailar por dentro cuando acaricie tus hombros el preludio de la tromba de agua y todos tus sentidos se impregnen de esa fragancia fresca que trae la lluvia consigo. A veces se llueve, sin querer; pero otras, queriéndolo de veras, no se puede.



Cuando el llanto estalla es sobrecogedor. Algo se nos mueve dentro que nos impulsa a consolar al otro como si nos fuera la vida en ello, del modo que sea. Muchas veces será, sencillamente, quedándonos a su lado para que sienta nuestra cercanía. Es ese sollozo súbito lo que nos avergüenza porque, sin pretenderlo, nos libera de nuestra coraza y nos hace sentir desprotegidos.

Conozco a personas que dicen encerrarse en su habitación cada cierto tiempo con el objetivo de llorar sin parar, y eso no es necesariamente malo,  no es señal de debilidad ni de tristeza absoluta ni cualquier otro sentido dramático que todavía hay quien le da a las lágrimas. A veces, llorar es la manera que tiene uno de hacer salir aquello que se le escapa de control en su vida, que le frustra no poder solucionar, aquello que le da una rabia inmensa, no tristeza, rabia. Muchas veces se llora de tristeza también, porque tristes lo estamos todos al menos un par de veces al año como poco, ¿acaso eso es malo? ¿todavía hay quien se cree el cuento de la sociedad moderna de que la tristeza es un adversario de la felicidad? Y digo felicidad, y no el entusiasmo, el contento, el júbilo que nos traen muchos momentos. Digo felicidad, ese estado en que se encuentra la persona incluso en sus momentos más bajos.

Y, para ser feliz, se necesita llover, sin paraguas, sin impermeable, sin botas de agua. Es como si regáramos nuestra alma y le dijéramos bajito que lo está haciendo bien, que ya ha sido fuerte demasiado tiempo, que toca descansar antes de seguir con la aventura.



Descansar es necesario, y la lluvia es ese reposo pausado, la quietud de las horas, la circunstancia inusual que desordena la rutina y que cuando se marcha, barre consigo esas dificultades ordinarias que nuestra mente y el propio curso de la vida han magnificado. La lluvia no es enemiga del sol, es su cómplice inevitable y más íntimo.

Llover es necesario, pienso. Y siento detrás de mí el correteo torpe de unos niños que calzados con chanclas se apresuran a su casa para evitar empaparse con este imprevisible aguacero que alborota el atardecer. La niña, al poco de adelantarme, pierde su chancla en el camino y se detiene, mira al cielo y la veo sonreír.

- ¡Vamos!- le dice el otro niño.
- ¡Espera! Estoy cansada. Además, ya estamos mojados.- dice ella.

Y los dos, el uno junto al otro, caminan entonces bajo la lluvia con sus juegos y las risas de antes.