“A veces las horas pueden parecer minutos, y a veces, un solo segundo puede durar toda la vida”
Supongo que eso es lo que pensaría Enrique al mirar a Paloma
aquel día, un lluvioso veinte de septiembre en que renovaron una vez más sus
votos matrimoniales. Una vez más, porque hacía sesenta años que compartían su
vida, y sus votos habían sido renovados al amanecer y al anochecer de cada día.
Forjados en lágrimas y risas, peleas y reconciliaciones, preocupaciones,
triunfos, fracasos, decepciones, sorpresas, orgullo.
"Hasta que la muerte nos
separe” dijeron.
Y de la palabra al hecho hay un trecho que sólo recorren los
valientes.
Ellos aceptaron el reto.
A veces, un solo segundo puede durar toda la vida. Como aquel
día que el hermano de Enrique, Juan, les presentó en aquel bar de Santiago. No
es que de pronto viera fuegos artificiales en sus ojos, pero algo pequeño fue
naciendo allí. En un segundo, entre boquerones en vinagre, y una copita por
aquí y otra por allá.
-
¿Fumas?
-
No gracias.
Como el niño que inocentemente comparte su merienda con
otro, sin pensar que de aquí a dos semanas por ese gesto serán amigos del alma.
Fue la decisión de ir a ese bar y no a otro. De acercarse a
saludar a Juan y no pasar de él.
De hablar con ella.
Fue la decisión de ir
a dar un paseo a la mañana siguiente y encontrársela en el camino.
Fue no sólo saludarla de pasada sino pararse a hablar. Fue
el café de después, su risa y su carácter. Su andar y sus modos.
No entendía qué, pero había un chispazo en su
sonrisa que no le dejaba pegar ojo.
Supongo que aquel segundo en que él la miró y comprobó que
le gustaba. Aquel segundo en que ella sintió mariposas en el estómago. Aquel
segundo, fue lo que marcó el inicio de sus vidas.
La vida son nuestras decisiones, pero nunca sabemos hasta
dónde nos llevarán.
Santiago-Madrid, Madrid-Barcelona, Barcelona-Pamplona. Enrique
pronto tendría que hacerse con unas botas de siete leguas para seguir el ritmo
de sus viajes laborales. Destinos dispares sellados con letra inglesa y postales,
“abrazos fuertes” y esperas impacientes de la llamada semanal.
-
-
-
Está Paloma?
-
¿Quién es?
-
Enrique, soy un amigo suyo.- y un gruñido grave
al otro lado del teléfono, mientras se oye gritar -Palomaaaaa, te llama un
chico que dice que se llama Enrique, lo conoces?- Sí papá pásamelo
-
Ya está, perdona
Y un suspiro de alivio. La tensión se aligera, y una
sonrisa. Porque ese segundo en que oye su voz… bueno, es “su” segundo.
Y ahora sí. Fuegos artificiales, redoble de tambores, qué
suenen las trompetas, baño en champán...
Ahora sí. En un segundo.
Un segundo. El mismo en que Paloma se arreglaba el velo para
no despeinarse. Tul blanco. “Cuidado no se te vaya a manchar con el maquillaje.”
“Y no llores. “Sonríe para salir guapa en las fotos.”
Sus hermanas emocionadas le miran avanzando al altar. Los
consejos escapaban de sus ojos en forma de tímidas lágrimas.
Y no, no sabían
amargas.
“Estoy orgulloso de ti”.
Cuatro palabras. No necesitaba oír más. Miró a su padre y sonrió feliz.
Un paso más. Otro segundo.
Enrique, ahí de pie. Con una inusitada serenidad, una
sonrisa de oreja a oreja, y el ferviente empeño de hacerla feliz.
“- Homo sine amore vivere nequit…- ¿Perdón? – Que el hombre, Carter, no puede vivir sin amor.” (Misión Olvido- María Dueñas)
Un segundo.
Un segundo, el que vino acompañado del llanto del primer
hijo, del segundo, del tercero, y ¿por qué no? Del sexto. Sus primeros pasos, sus primeras palabras. La
primera pelea, la primera reconciliación, y la segunda, la tercera, la decimocuarta.
Un despido. Un ascenso. Tic-tac. Tic-tac. El hijo en la universidad, la
pequeña en bachiller. “¡Mi hijo es médico!” La llegada de los nietos. Las
navidades en familia. El primer aniversario, y el siguiente, y el siguiente.
Todo hasta este momento. Todo en un
segundo.
“Me alejo del tiempo. Su medida deja de tener sentido: segundos, minutos, horas, días, al cabo de toda una vida no son más que palabras. Todo lo que tengo son instantes” (La Casa de Riverton – Kate Morton)