martes, 25 de junio de 2013

Cuando menos te lo esperas.

Sucedió hace un par de días. La noche de San Juan iba abriéndose camino. Apenas debíamos llevar media hora en la terraza y la luna no parecía tener prisa por hacerse ver. En la mesa de al lado un par de señoras mayores disfrutaban también de unas cañas.

Sin previo aviso, sin que lo viéramos llegar, algo extraño sucedió. Algo inaudito, sorprendente, y de lo más enternecedor que he visto en años. Un señor de unos 70 años se acercó a la mesa de ambas señoras. Ojos azules, pelo blanco y abundante, y mirada cristalina. 
Vestía un elegante traje de chaqueta, maneras de Cary Grant, y sonrisa de niño travieso.

-    - Disculpe, me ha parecido que me miraba como si nos conociéramos de algo, ¿nos conocemos?- dijo él.
     - Pues, usted perdone señor, pero creo que no.
     - Ah, bueno. De todas formas, ¿les importa que me siente?


Y así, sin más miramientos, aquel señor cogió una silla y tomó asiento junto a las señoras.


"Y básicamente pienso, que si eres honesto contigo mismo sobre lo que quieres en la vida, la vida te lo da." (Ted Mosby- Como conocí a vuestra madre.)



Hay momentos en los que, en apenas una centésima de segundo, percibes innumerables sensaciones, ves pasar millones de imágenes. Fue como si por un instante el reloj se hubiera detenido. La sonrisa del señor se congeló en el tiempo. Las señoras le miraban estupefactas y se sonrieron entre ellas. La camarera detuvo su escritura en la libreta y miró hacia la mesa. Y yo, mientras tanto, observaba todo eso con los ojos como platos, mirando a mi amiga Blanca sabiendo que un instante después romperíamos a reír sin control.



Y así fue. Las manecillas del reloj parecieron volver a ponerse en marcha. Nosotras estallamos en carcajadas, hacíamos esfuerzos vanos por no llorar. Pudimos estar así unos largos cinco minutos. Quiero pensar que, al menos, aquel señor tan amable con aspecto de “gentleman” no lo notó. Porque jamás habría querido hacer algo que le desalentara. Las señoras por su parte nos sonreían de vez en cuando, no acierto a saber si lo hacían con complicidad o tratando de decirnos “mirar guapiñas, a ver si os calláis un rato…”

Nuestra conversación pasó a un segundo plano por completo. Contemplábamos alucinadas la escena. Era como estar en el rodaje de “Cuando menos te lo esperas”, como si fuéramos unas de las actrices de figuración con la buena fortuna de ver la escena en vivo. Me atrevería a decir que los tres abuelos podían estar protagonizando una cinta en blanco y negro, llenas del romanticismo de antes  del que a veces puede carecer nuestra sociedad. 
Sólo faltaba que el señor encendiera un puro, y dijera la mítica frase “Play it again, Sam”. Y una melodía lenta sonara por todo el local.


Podría perderme en mis reflexiones. Decir que me conmovió un alma tan joven, tan lleno de ilusiones. Podría decir muchas cosas. Podría confirmar con esta escena mi teoría de que “las cosas pasan” sin que haya que forzarlas. Podría comparar los hombres de “ayer” con los hombres de “hoy”. Podría, como ya digo, decir muchas tonterías.




En mi retina guardo su mirada limpia y clara, su sonrisa traviesa. 





Pero sobretodo, me quedo con su corazón,  que como diría la escritora Pearl S. Buck, “asomaba al rostro”.