La gran mayoría lo conoceréis. No pasa desapercibido. Suele
sentarse siempre en el mismo sitio con su violín, y toca durante horas las
melodías más bellas. Yo no entiendo mucho de música, y aunque nunca me lo he
propuesto creo que si lo intentara sería incapaz de notar algún fallo en los
acordes. No es sólo música, del mismo modo que él no es sólo un violinista.
En mi opinión él es El Violinista.
Sin duda merece ese título, porque arrancar sonrisas a tanta
gente incluso un lunes por la noche, tiene mérito.
Hace unos días volvía de un
examen totalmente abstraída en mis pensamientos: los ejercicios pasaban por mi
mente tratando de rascar décimas de punto de cada uno que me dieran al menos la tranquilidad de un aprobado
seguro. Por más que lo repasaba mentalmente una y otra vez no lo conseguía.
Me paré en una de las cintas mecánicas del pasillo. No tenía
prisa por llegar. La gente pasaba por mi lado con el típico andar madrileño, es
decir, deprisa. Porque en Madrid si se anda, se anda deprisa, y aún así inexplicablemente llegamos tarde.
Entonces lo escuché, y acto reflejo sonreí.
Quedé extrañada, normalmente cuando
lo veía era ya de noche. No recuerdo qué canción era. Pero era alegre,
motivadora. Era extraordinaria. Al pasar por su lado me quedé tentada de pararme
a escucharle como tantas otras veces he hecho. Me detuve por unos segundos y
finalmente seguí mi camino. Sin duda alguna debía conocer las caras de todos
los que a diario pasamos por ahí, y hasta me pareció notar que se extrañaba
también de verme a esas horas. Me saludó sonriente con la mirada sin perder ni
un ápice de la concentración que le rodea siempre.
¿Cómo una persona puede conseguir
que algo tan difícil pueda parecer tan fácil? ¿Cómo una simple melodía puede
hacer olvidarlo todo? ¿Cómo es que cada día pasamos de largo ante auténticos
artistas? ¿Cuándo nos olvidamos de vivir?
A ti, violinista, que compensas los días
malos con tu música, que rematas los días buenos. ¡Gracias!