miércoles, 23 de septiembre de 2015

La sort del cec/La suerte del ciego.

No lo esperaba, cierto es que la mayoría de las veces no me espero mucho de lo que sucede, a veces pienso con tal simplicidad que me olvido de que las personas somos seres extraordinarios, impredecibles, con un alma tal que puede desafiar los límites físicos que nos aprisionan.

Era lunes, esta vez en Barcelona, y a falta de 3 días para la fiesta de la Mercé la alegría se palpaba en el ambiente. Aquel día de turismo había acabado conmigo; rodeada de japoneses, ingleses y alemanes, había tratado de atrapar la belleza de cada rincón y no dejarla escapar, memorizar cada pináculo de la Sagrada Familia, y retener para siempre el impacto de verla sobre mí tocando el cielo. Me esforzaba por no sentir, esos pies doloridos tras 7 horas de imparable caminar. Me esforzaba por no dejarme caer en la somnolencia del momento, en seguir sintiéndome fuera de mapa y no perder la curiosidad por nada. Pero era difícil y, apoyándome sobre la barra que me servía de salvavidas en aquel sinuoso trayecto de autobús, cerré los ojos.
 
 
 
 
Habíamos dejado el Mirador Arena detrás, así como esa Plaza de España en que uno se podría perder durante horas tan sólo mirándola. Abrí los ojos al sentir un pie pisando el borde de mi zapato, y comprendí que tal vez debería escurrirme un poco más aún entre la gente. Pero aquello era imposible. Me distraje con los acelerados gestos de una mujer que, sin abrir la boca, no paraba de mover sus manos de un modo brusco señalando hacia los asientos que teníamos a nuestro lado. Sus ocupantes eran una chica joven y un señor ciego.
 
No me paré a contemplar nada más, no caí en la cuenta de que a su lado una mujer mayor con el pie vendado se hallaba de pie, y no comprendí sino al cabo de unos minutos, cuando otras dos mujeres increparon a la chica joven, que el enfado de aquella señora venía precisamente por eso.
 
- ¡Pero levántese y déjela sentarse!-le decían.

- ¿Se quiere usted sentar?- pregunté entonces el ciego, que se hallaba a su lado.

Aquel hombre en su sencillez vestía de un modo elegante. Era una caballero, una de esas personas educadas que parecen desprender clase y serenidad a su paso, un auténtico señor. Llevaba uno de esos bastones tan largos que les sirven de ayuda y les libran de más de un tropiezo, y aunque no llevaba gafas tenía los ojos cerrados, cuyos párpados se movían a veces, como si se vieran molestos por la luz del sol, aunque eso no fuera posible.
  
 
Me sorprendió su disposición, así como sorprendió al resto de pasajeros que enmudecieron al instante a la espera de ver qué sucedía.

- No hombre, bastante tiene usted.-dijo la señora.
- Insisto, yo me bajo en dos paradas.
- Que no, que no.-dijo la señora.

Aquel señor entonces se levantó, y la mujer no tuvo más remedio que sentarse. Confieso que no esperaba que sucediera algo así, era un giro bastante inesperado a una situación más que habitual en el día a día. Pero en fin, ya os he comentado que muchas veces soy demasiado simple, y me olvido de que la vida merece la pena entre otras cosas por las sorpresas que da.

- ¿Y qué es lo que le ocurre, señora?-le preguntó él.
 
Comenzaron entonces un diálogo del que todo el autobús no perdió hilo. Aquel señor sonreía, hablaba alegremente y reía con las tonterías que le contaba la mujer. No era catalán dijo, pero lo hablaba y lo entendía a la perfección, algo que a mí me perjudicó pues sólo parte de la conversación se desarrolló en castellano. Y yo, para mi desgracia, ni parlo ni entiendo el catalán.

- Cada uno tiene lo suyo.-dijo entonces.-Unos la pierna, otros la vista, otros el oído, la memoria... Cada uno lo suyo, nadie se libra. En realidad he tenido suerte, ¿sabe? Peor sería tener mal el corazón, y no poder querer.

 
Me dejó atónita aquello. Y quiero aclarar algo, no es invención, no está basado en hechos que luego he decido desarrollar a mi manera para escribirlos aquí, ocurrió tal cual lo cuento.

- ¡Qué pillín es usted, ya han pasado cuatro paradas y no se ha bajado!-dijo entonces la señora.- Andamos ahora por Carrer (...)
- Andamos por Carrer (...) ya un buen rato.-dijo él.-Aunque andar andar, lo que se dice andar.-añadió entre risas.
 
 
Mientras tanto, Barcelona pasaba tras el cristal sin que me detuviera a admirarla. Los artistas seguían embelleciendo sus lienzos, el agua seguía bailando en las fuentes, las flores adornaban los balcones y los monumentos eran fotografiados. El día continuaba, seguía su curso. La gente seguía corriendo de aquí para allá, como en toda gran ciudad que se precie; los turistas invadían los comercios; los niños regresaban del colegio; las últimas reuniones de la jornada iban teniendo lugar. Nada parecía haber cambiado y, sin embargo, el día transcurría un poquito mejor de cómo había comenzado por el gesto más pequeño y de la persona más inesperada.
 
Bajó el señor del autobús bajo la atenta mirada de todos. Y entonces, esa chica joven que no había caído en la cuenta de ceder su asiento suspiró:
 
- Pobre hombre.
 
El autobús callaba, aquello no fue ni confirmado ni negado. Yo tan sólo pensaba en aquel encuentro, en su ceguera y los problemas que le debía acarrerar, y en la mía, y en la de tantos otros, que sólo por el hecho de poder ver creemos saber mirar y admirar.
 
- La sort del cec.-dijo finalmente la mujer mayor a la que le había cedido el asiento.
- Efectivament.-dijo otro.- cec afortunat.
 
 
"Si cada año estuviéramos ciegos por un día, gozaríamos en los trescientos sesenta y cuatro restantes." (Isaac Asimov)