lunes, 25 de julio de 2016

El último baile



Hace unos días se me juntaron ocho días en uno, y mientras iba apagando un fuego tras otro terminé por descansar en la sala de urgencias a la espera de que le llegara el turno de consulta a mi acompañante. Los minutos se iban sucediendo y mientras, en el canal 24h, imágenes de Múnich y de un Donald Trump con aire triunfal entretenían a la gente en su espera. Llevaba ya 40 minutos ahí y nada me distraía, daba mil vueltas a todo en la cabeza buscando respuestas, tropezando con más preguntas y notando como la preocupación estaba al acecho de encontrar una rendija por la que colarse y despertar en mí el pánico. 


No era en absoluto el pánico provocado por el crimen de Múnich, o el de Niza, o el de Bruselas, o París, o tantos otros que cada día se suceden en Siria y en otros países que al quedar tan lejos del nuestro no tomamos tan en cuenta pero cuyo sufrimiento es igual o incluso mayor. Enfrente de mí un hombre se tumba en posición fetal con una marcada expresión de dolor en el rostro, tiene un cólico que le ha borrado la sonrisa de la cara. Más de una veintena de ancianos con bastón miran nerviosos aquí y allá temerosos de no llegar a escuchar su nombre cuando suene por el altavoz y perder su turno, caras de incertidumbre y miedo me rodean. 
Es una sala de urgencias, a todos les ha pasado algo, y hay muchos que se temen una mala noticia.

No es el miedo de Múnich, claro que no. Aquéllo fue algo antinatural, un acto directo contras los hombres, una bala que no sólo alcanza el corazón de la víctima sino también de sus allegados. Y eso duele, si aquello que es natural nos duele no puedo imaginar algo cuyo envoltorio lleve el color de la crueldad más extrema. Pero a mi alrededor yo tenía otro tipo de espinas, algunas debían ser muy profundas, sangrantes, cuya hemorragia uno nunca sabe cuando va a dejar de frenar y si llegara el día en que no sólo no se reabran viejas heridas sino que dejen de crearse nuevas. Hay noches que es una pregunta constante en mi cabeza, que debo esforzarme por hallar la rosa que posee la espina, lo que da valor y sentido a la herida, la señal de que amor y dolor van de la mano, porque sin amor no puede haber dolor, y el dolor sin amor es difícil sobrellevarlo.



Hace días que trato de escribir, sin llegar a encontrar en mis líneas ninguna historia inspiradora que contar, tan sólo esbozos del sentimiento que me embarga cuando pienso en las víctimas del terrorismo y en su último baile, aquél que danzaron en Niza en una noche festiva sin atisbo de la sombra que instantes después les arrasaría. Llevo dos noches teniendo un mismo sueño, el de una niña con vestido blanco dando vueltas sobre sus talones en el Paseo de los Ingleses mientras su padre de la mano le hace girar. Veo el horror en su cara en lo que parece ser el camión que en mi sueño no se llega a visualizar, y entonces ahí siempre despierto. Empapada en sudor con la mirada de esa niña aún clavada en mi mente ignorando cuál fue su destino. 

Hace días que salgo a pasear cuando cae la noche a la espera de encontrar así la mejor manera de apreciar las espinas, las rosas, y tomar las riendas. De buscar algo de paz y ser consciente de que hoy puedo caminar, correr, charlar, escuchar... Que hoy estoy viva, y aún recuerdo mi último baile, y que tengo la ilusión de que aún resten muchos más en el camino. Días en que echo la vista atrás y no entiendo cómo he podido salir adelante de tal o cual situación, de verdad que no hay explicación lógica, porque a veces no hay lógica en la vida, a veces hay que darlo todo y esperar, comprender que no siempre podremos tener las cosas bajo control. A veces se recibe lo bueno cuando ni siquiera lo mereces o esperas, y otras veces no.


Desde el atentado en Bruselas me detengo más a contemplar los rasgos musulmanes de aquéllos que encuentro en mi camino y pienso en la injusticia que sus compatriotas les han causado, pues sin pretenderlo se han convertido en un foco de temor que no tendrían por qué ser. Quien sabe, tal vez entre ellos se encuentre un yihadista maquinando el próximo ataque, pero algo me dice que no, algo me anima a respirar con calma cuando presencio algo ligeramente fuera de la rutina, algo me dice que no es valiente el que nunca tiene miedo sino el que lo afronta, que no pienso dejar que esto me condicione y me llene de pánico al entrar en aeropuertos o estaciones. Que la manera más rápida de perder esta guerra es precisamente actuando bajo los mandatos del miedo. 

Nos podrán quitar mucho pero la libertad de pensar y de escoger cómo actuar la tenemos y tendremos en todo momento



Que las puntillas de mis pies aún no han terminado de girar y deben seguir haciéndolo, dando vueltas sin parar, haciendo aquello para lo que el hombre ha sido creado cuando se le introdujo en una sociedad: amar. Que se lo debemos, nos lo debemos, y hoy más que nunca tenemos la responsabilidad de hacerlo real.